22.5.22

Noviembre

—Hueles a chocolate —me dijo, dibujando una ancha sonrisa.

—¿Disculpa? —pregunté, levantando la mirada para encontrarme de frente con sus grandes ojos color miel.

—Llevo un rato mirándote y hueles a chocolate. Chocolate amargo y con un toque a frutos secos. —Su nariz, respingona, hacía un divertido movimiento de vaivén cada vez que pronunciaba la letra «u». Me quedé callado, desconcertado. Sin saber si me estaba tomando el pelo y sin dejar de mirarla, acerqué disimuladamente la nariz a mi hombro en un ridículo intento de olerme a mí mismo. Casi de inmediato decidí que aquello era absurdo y reculé girando de nuevo el cuello. El resultado fue un espasmódico ademán más que una maniobra de cercioramiento. No estaba ayudando a darle sentido a aquello.

Había empezado a frecuentar aquel café hacía aproximadamente tres meses. Por alguna extraña razón, estar en casa se había convertido, de la noche a la mañana, en algo alienante e incómodo. Llevaba varias semanas en las que apenas podía concentrarme. Cuando intentaba hacer algo, la inquietud que se había instalado a convivir conmigo no me dejaba dedicarle a ello más de unos pocos minutos. Me costaba dormir por las noches y me despertaba temprano y con la sensación de estar en un lugar extraño, desconocido. Ese sentimiento se aliviaba durante el día pero jamás se iba del todo. Entre aquellas cuatro paredes ya no podía relajarme, no podía dormir y no podía centrarme en nada. Ya no me atrevía a llamar a aquello «hogar».

Por las tardes, en la cafetería, solía pedir un café solo y sentarme en uno de los sillones individuales que tenían junto a la entrada. Estaban dispuestos formando una hilera que recorría la pared del local en toda su anchura. A veces, dos o más sillones permanecían cara a cara después de haber sido recolocados por alguna pareja o grupo de amigos que no encontraba una mesa libre. Otras, todas las butacas miraban hacia el interior del local, paralelas unas a otras en una formación casi militar. Acompañaban al café un libro o el ordenador portátil que usaba para escribir. A veces ambos, a intervalos. El día en que M se acercó a hablar conmigo, estaba enfrascado en Norwegian Wood (en la novela de Murakami y no en la canción de los Beatles, me refiero. Aunque podría haberlo estado en cualquiera de las dos, o incluso en ambas simultáneamente. Solía leer mientras escuchaba música de forma habitual). Ese día había olvidado los auriculares en casa, así que dejé que el ajetreo de la cafetería fuera la música de fondo que ambientara mi lectura –hasta que M la interrumpió.

M era una chica menuda, de pelo castaño a media melena que caía desordenado sobre sus hombros. Tenía un rostro especialmente infantil, aunque su complexión ligeramente angulosa y el deje de sus gestos, precisos, me decían que ya debía de superar la veintena. Era una chica callada, ensimismada. Solía perderse en un libro, una revista o un periódico que tomaba prestado de las lecturas que el local ofrecía. Estaba convencido de que a ambos se nos enfriaba el café a menudo por despistarnos demasiado.

Cuando empecé a frecuentar la cafetería, M ya estaba allí. Solía aparecer los martes y jueves por la tarde. De hecho, no recordaba haberla visto venir nunca ningún otro día de la semana; incluso en las semanas en las que yo prácticamente hacía pleno. En cuanto a su nombre, realmente no lo sabía. No era la primera vez que veía a clientes pedir sus bebidas usando un pseudónimo o abreviando su nombre para evitar malentendidos. Era una de esas cafeterías en que, una vez tu comanda estaba lista, el empleado llamaba el nombre que habías dado para que fueras a recogerla. El ruido del local solía inducir a equívocos al nombrar las bebidas, y en ocasiones el dueño no aparecía. Usar nombres simplificados era, por tanto, una práctica habitual. Sin embargo, era la primera vez que veía a alguien llevar esta convención hasta su máxima expresión, haciendo su pedido bajo una sola sigla: «M». La primera vez que lo vi me pregunté si sería la inicial de su nombre, o quizás su letra favorita. Quizás tenía algún significado especial para ella, o tal vez había sido una elección aleatoria. Nunca lo sabría, pero era algo que me llamó la atención desde el principio.

Esa no era la única peculiaridad que había notado en M. Siempre llegaba a la cafetería hacia media tarde, y siempre pedía un café para llevar en un vaso de cartón. Curiosamente, luego nunca se llevaba la bebida, sino que se sentaba con ella en una de las butacas de la hilera de la entrada. Una vez allí, pies sobre el sillón y hecha un ovillo, bebía su café a sorbos mientras ojeaba algo. Sobre la pared exterior del vaso de cartón, sólo una M dibujada con rotulador negro. Una vez terminaba, tiraba el vaso en la papelera junto a la salida y se marchaba en silencio.

—Siento la indiscreción. A veces olvido que no todo el mundo puede percibir los olores como yo lo hago. Disculpa si te he hecho sentir incómodo… —dijo, acto seguido, al notar mi confusión.

Su cara empezó a desdibujar la expresión infantil y divertida con la que se había acercado, y la congoja empezó a abrirse paso mientras recitaba su disculpa al percatarse de lo inusual de su comentario. Eso hizo que me sintiera terriblemente culpable, como si hubiera decepcionado profundamente a alguien. Como si le hubiera fallado. A fin de cuentas, pensé, todo lo que había hecho era ilusionarse con algo que tenía sentido para ella; aunque, a priori, no lo tuviera para mí. ¿Quién era yo para juzgar nada de todo aquello?

—No te preocupes. ¿A chocolate? Es extraño. No me había percatado y no recuerdo haber estado siquiera cerca de nada de chocolate en todo el día —contesté con tono relajado. El rostro de M volvió a iluminarse. Aquello me calmó.

—No, no —dijo agitando la cabeza a lado y lado—. En realidad no me refiero al olor que emanas. Es decir, tú hueles a chocolate; tu ser huele a chocolate con frutos secos. No tu cuerpo, ni tu ropa, ni tu pelo. Sino tu personalidad, tu presencia. Aquello que tú eres huele a chocolate —dijo, haciendo un claro esfuerzo por explicarse.

La volví a mirar en silencio. No estaba seguro de entender lo que me estaba diciendo. ¿El olor a chocolate no provenía de mi físico sino de la idea de lo que yo era? ¿Cómo podía una idea tener olor? ¿Por qué chocolate? ¿Quién era esa chica de ojos grandes y voz aguda?

—No es un olor habitual. Casi todo el mundo tiene un olor dulce y afrutado, sobre todo las chicas. El de los chicos suele ser más cítrico… A mí me gusta cuando huelen a mandarinas. Las mandarinas suelen ser las persona más risueñas y felices.

Pese a los claros esfuerzos de M por aclarar la situación, en mi cabeza sólo surgían más preguntas.

—Olores del ser… —comenté, reflexivo—. ¿Por eso decías que los demás no perciben los olores como lo haces tú? ¿Te refieres a que es algo así como percibir el aura de las personas, pero con olores? —pregunté, entre la curiosidad y el escepticismo, intentando encontrarle un sentido a todo aquello.

—¿Cómo? ¿Aura? —dijo entre risas—. No, no. Para nada. No soy ningún tipo de bruja ni nada por el estilo —aclaró, abriendo los grandes ojos y agitando los dedos en un intento de gesto terrorífico—. Lo que ocurre es que, para mí, las personalidades tienen un olor. No sé muy bien cómo explicarlo ni cómo funciona, pero me pasa desde pequeña y es automático. No puedo elegir cuándo encenderlo y apagarlo. —Se incorporó en el sillón, acercándose cada vez más al filo del mismo—. Mi abuelo incluso me llevó una vez al médico por ello. Me hicieron unas cuantas pruebas y acabaron diagnosticándome un trastorno sinestésico múltiple o algo así. No sé —sentenció, encogiendo los hombros ligeramente, como si la conclusión no le convenciera.

—¿Un desorden sinestésico? —pregunté, creyendo que empezaba a entender un poco –solo un poco– por dónde iba todo aquello—. ¿Te refieres a que eres capaz de asociar cosas dispares, como figuras y olores o números y sabores?

M ladeó la cabeza, mirando al techo y sopesando lo que acababa de preguntarle.

—No sé si lo llamaría una «capacidad», pero supongo que esa es una forma de definirlo —dijo tras unos segundos, volviendo a dirigirme la mirada—. Desde pequeña huelo las personalidades, y también las siento en la piel. Las personas a veces mienten, pero sus olores siempre cuentan la verdad. Por ejemplo, mucha gente tiene miedo, pero no lo dice. El miedo se huele. Pensaba que era algo que le ocurría a todo el mundo, pero luego descubrí que no es así.

Era la primera vez que conocía a alguien con sinestesia. Recordé haber leído un artículo sobre el tema en una revista sobre salud general, tiempo atrás. En él explicaban el fenómeno, describían los tipos más habituales, y recogían el testimonio de dos pacientes con la condición. El reportero los definía, de forma pomposa, como personas con la capacidad de percibir el mundo con una dimensionalidad sensorial añadida. No fui capaz de decidir si aquello tenía más de trastorno de salud que de don. Tampoco era un artículo especialmente bien escrito, así que no me invitó a pensar en ello más de un minuto.

—Entonces, ¿tiene mi olor a chocolate algún significado? Por lo que dices parece que el olor y la personalidad están relacionados. —M volvió a encogerse de hombros.

—No lo sé, pero es extrañamente agradable —dijo con tono afable—. Solía pensar que las personas que huelen de forma parecida tienen también una personalidad similar. Pero lo cierto es que no es exactamente así. Las personalidades son demasiado complejas como para entenderlas sólo a través de un olor —dijo acomodándose en el sillón, volviendo a recoger sus rodillas y haciéndose un ovillo de nuevo—. Los olores, del mismo modo que las personas, están llenos de matices. Puede parecer que eres capaz de adivinar cómo es alguien a través de su olor, pero, en realidad, es como intentar adivinarlo a través de sus gestos, su mirada, o su forma de hablar. La diferencia es que el olor no se puede alterar a voluntad. Además mi olfato no es demasiado bueno, y apenas logro distinguir las notas más sutiles. Los olores son realmente complejos… —comentó, distraída, mientras le daba vueltas al vaso de café que ahora sostenía entre sus manos. Luego sonrió, y finalmente añadió—: Pero tú hueles también a frutos secos. Chocolate amargo y frutos secos.

—Me alegro de que al menos sea un olor agradable —contesté, sonriendo—. Si los olores siempre dicen la verdad, debe ser interesante saber cuando alguien está mintiendo a través de ese «olor del alma». Es casi como tener un superpoder. —M agachó la cabeza y sus grandes ojos se hicieron pequeños, sonriendo con tristeza. Claramente no estaba entendiendo nada. Volví a sentirme culpable.

—En realidad, a veces, es casi una maldición —dijo M con la cabeza gacha—. No es fácil mantener la compostura cuando sabes que alguien te está mintiendo. Especialmente cuando es alguien a quien quieres mucho —dijo, volviendo a posar su vaso lentamente sobre la mesilla—. Hay veces en que quien te quiere no es honesto contigo. A veces es por protegerte; otras, por protegerse a sí mismo. En el fondo sabes que lo hace por tu bien… Pero, en el momento, cuesta hacer ver como si nada. Tener miedo o mentir alteran lo que uno es, aunque sea por un instante. Cuanto más importante es para mí la otra persona, más intensa se vuelve la sensación de que algo está mal. El olor se vuelve más pungente. Noto el amargor en la piel. A veces también quema. Es incómodo. Duele.

Entre nosotros se alzó un firme y prolongado silencio que no osé interrumpir. M seguía con la cabeza gacha, perdida entre pensamientos.

—¿Sabes? Soy incapaz de enamorarme —dijo finalmente, alzando la mirada—. Para mí, el amor es incómodo. Físicamente incómodo, quiero decir. El amor está lleno de momentos complicados, de pequeñas mentiras piadosas, de altos y bajos; de trampas. Para la mayoría de la gente, estar enamorado es una sensación maravillosa. Para mí, el amor es doloroso. Siempre que empiezo a enamorarme, llega ese momento en que me cuesta respirar, mi piel escuece, y estar junto a la otra persona se vuelve insoportable. Poco a poco, esa hostilidad se va quedando con todo. Incluso los buenos momentos empiezan a tener tonos amargos. Entonces tengo que parar de emergencia. Necesito dejar esa relación. Necesito huir.

M volvió a quedarse en silencio, pensativa. Finalmente, dio un último sorbo a su vaso de cartón y deshizo el ovillo dejando caer sus piernas a peso sobre el suelo, descolgándolas de la silla como quien echa el ancla al mar para evitar ser arrastrado por la corriente. Cerró los ojos y volvió a abrirlos un instante después, como si hubiera pestañeado a cámara muy lenta; como si hubiera mirado por un momento hacia sus adentros. Al volver a abrirlos, me pareció que sus pupilas se habían contraído y el color de sus iris se había oscurecido ligeramente. Inspiró, hinchando el pecho, y espiró despacio, en silencio. Dibujó una tímida sonrisa y me miró con renovada convicción.

—Algún día seré capaz de enamorarme sin que me duela —sentenció, decidida, como quien ha decidido creer en algo a pies juntillas—. Sin que me duela o sin que el dolor me importe —añadió, sonriendo, tras un breve instante de reflexión. Acto seguido se puso en pie de un salto, estiró sus brazos hacia arriba –entrelazando los dedos y encorvando ligeramente la espalda– y cogió el vaso de cartón con la M pintada que había sobre la mesilla junto al sillón.

—Gracias por escucharme. Déjame que otro día te invite yo al café —dijo, sonriendo—. ¡Hasta la próxima, señor chocolate! —añadió, despidiéndose alegremente mientras empezaba a andar hacia la salida. Sin aminorar la marcha, dejó caer su vaso en la papelera que había junto a la puerta y salió de la cafetería. Enfiló la calle y se marchó mientras sacaba unas gafas de sol de uno de los hondos bolsillos de la cárdigan azul marino que vestía.

Aquella fue la última vez que vi a M. Tras su marcha aquella anodina tarde de un martes cualquiera no volvió a aparecer por el café. Se esfumó sin dejar rastro, sin grandes despedidas y sin mirar atrás mientras se ajustaba las gafas de sol y caminaba calle abajo. Ya hacía más de dos años de todo aquello, y era yo quien ahora siempre acudía los martes y los jueves a la cafetería. Ese jueves era tarde y me resultaba especialmente difícil concentrarme. En la cafetería todo estaba en la habitual calma de la hora vespertina. Era uno de esos días en que normalmente ni tan siquiera solía necesitar escuchar música en mis auriculares para sumergirme de lleno en la lectura. Sin embargo, había algo en el ambiente que me mantenía inquieto, que rompía la calma –algo que era incapaz de ver, en algún lugar que era incapaz de encontrar, estaba terriblemente desacompasado. Como la nota desafinada en un piano viejo. Como un reloj encallado a las diez y diez. Me levanté y recoloqué mi sillón en formación militar junto a los otros, que hacía rato que permanecían vacíos, mirando hacia el interior del local. Era hora de volver a casa.

Mientras guardaba mi libro pensé en M y en los «olores del alma», y me pregunté por qué siempre pedía su bebida para llevar pero nunca se la llevaba. M pasó por mi vida como un satélite fuera de órbita; como una estrella fugaz que se apaga antes de hora. Acabó su recorrido con un destello y luego desapareció en la oscuridad de la noche. Todo lo que me dejó fue el recuerdo de una extraña conversación y un ligero regusto a café y a culpa. Me pregunté si yo alguna vez habría engañado a alguien a quien quería, y si, de forma inconsciente, les habría hecho daño. De repente intenté recordar a qué olía mi habitación, pero fui incapaz. ¿Cuánto de don y cuánto de maldición hay en aquellos que sienten lo invisible, que intuyen lo que no se puede ver, que perciben lo que no se puede tocar?

Cuando salí de la cafetería, los últimos coletazos del día se despedían dejando tras de sí un atardecer dorado. La hojarasca de los árboles se amontonaba a lado y lado de la acera, acabando de desnudar aquel extraño otoño. Una suave brisa, venida desde algún lugar frío y lejano, acariciaba las calles del paseo con flemático transitar. La noche empezaba a extender su manto bajo la atenta mirada de una luna en cuarto menguante que se erguía, difuminada, entre fulgores de un violeta intenso. El rodar de los coches sonaba lento y lejano, y me pareció que el aire, espeso, olía a humedad, a madera, y a chocolate amargo.

Por fin había llegado noviembre.