19.3.16

Lost&Found

Me pasa a menudo que me pierdo. Los que me conocen saben que mi sentido de la orientación deja mucho que desear, y siempre me pierdo. Soy de esas personas que dan gracias cada día por inventos como el GPS. Pero lo que quizás no sabe tanta gente es que, con el tiempo, me he dado cuenta de que soy capaz de perderme de muchas maneras distintas.

A veces me pierdo intentando llegar a algún lugar. Aunque haya estado antes allí, y haya hecho antes el camino, me es difícil recordar por donde pasar y no pasar. Me cuesta recordar que hay que girar a la derecha y no a la izquierda, y justamente suelo ser bastante malo escogiendo la correcta cuando sólo hay dos opciones. Claro que tampoco es siempre mi culpa. Hay veces en que un camino invita más que el otro, o que, sin importar cómo de obvio es el camino a tomar, acabas eligiendo la otra opción porque algo dentro de ti decide que debe ser así.

Pero hay veces en que también me pierdo como el que pierde el tiempo. Todo se vuelve un poco más denso y lento. El sentido de las cosas se difumina, las metas se emborronan y todo cobra un cáliz anodino.

O esas veces en las que me pierdo como el que pierde en una colada el otro calcetín. De forma inesperada me siento desparejado. No tanto como si me faltase la otra mitad, pero sí como si de repente no estuviera tan completo.

También me pierdo como el que pierde el tren, y se queda esperando a que otro tren vuelva a llegar.

O me pierdo como el que pierde una batalla, que no se trata tanto de no encontrarse como de sentirse derrotado.

Pero lo cierto es que con el tiempo he aprendido a volver a encontrarme. Ya no me asusta tanto perderme porque, a veces antes o a veces más tarde, siempre acabo apareciendo. Hay veces en que lo que ocurre también es que me encuentran, y entonces vuelvo a saber dónde estoy.
Y después de mucho perderme me he dado cuenta de algo cada vez que me encuentro de nuevo; y es que nunca vuelvo a encontrar a la misma persona.